Las crisis, como la que estamos viviendo, generan brechas en los sistemas (familiares, organizacionales, institucionales, sociales), que pueden producir fracturas de dimensiones irreparables en las personas y en las organizaciones. El miedo, la ansiedad, la tristeza, la apatía, la frustración, la impotencia generan una espiral de energía negativa que va minando la estructura de la persona o la organización, hasta ocasionar una ruptura a modo de falla geológica. Además, este movimiento de emocionalidad negativa actúa como un virus, se contagia y erosiona el sistema volviéndolo más susceptible a las fracturas, más frágil.
Esta crisis no solo ha puesto al descubierto la brecha digital, y la está acrecentando en algunos casos, sino que está ocasionando una brecha emocional: personas con capacidad de gestionarla emocionalmente y personas que no están actuando de forma emocionalmente inteligente y se están quedando atrapadas en un mundo que no va a volver. La fragilidad o fortaleza emocional se palpa, más que nunca, en cada conversación a lo largo de este periodo de cuarentena. Y esto es solo el principio, porque cuando se produzca el regreso a la actividad diaria esa brecha emocional, esa fragilidad va a volver a sufrir otro golpe importante: no vamos a encontrar lo mismo, no somos los mismos, no vamos a vivir igual.
Por tanto, una de las primeras tareas a acometer es prepararse para la gestión emocional del regreso, y esto comienza ahora, de hecho comenzó el día 1 del aislamiento. La herramienta humana que nos hace más fuertes es el aprendizaje, y estamos en un momento de experimento individual y social colectivo que es una oportunidad única para fortalecernos emocionalmente. Es el momento de preparar, capacitar y entrenar a las personas y a las organizaciones para que sean “antifrágiles”.
Como señala Nassim Nicholas Thaleb en su libro «Antifragil», un objeto, una persona, una organización frágil es aquella susceptible de romperse o quebrarse ante la presencia de un factor externo (agente estresante) que la desestabiliza, como pueden ser un golpe emocional, el caos, el desorden, un cambio inesperado, la incertidumbre, la falta de control, etc. En el lado opuesto a lo frágil estaría lo «antifrágil», es decir, las personas, organizaciones, sistemas que ante ese factor externo en lugar de quebrarse se fortalecen porque encuentran oportunidades, posibilidades para prosperar, crecer, crear, etc. Digamos que este tipo de personas y organizaciones transforman la fuerza del golpe o movimiento externo, que reciben, en una energía positiva a su favor que les impulsa a dar un salto evolutivo y cualitativo. Podríamos pensar en la «antifragilidad» como la capacidad de crecer en la adversidad.
Lo que ahora podríamos estar preguntándonos es si es una capacidad innata o se aprende, y cómo se aprende. Como siempre habrá una mezcla de ambas cosas, algunas personas gozarán genéticamente de ciertas ventajas, si bien también dependerá de que las usen efectivamente o no, y otras tendrán que trabajarlo más. De lo que no cabe duda es que la antifragilidad es como un músculo, cuanto más se entrene más se desarrolla. Y el entrenamiento de la antifragilidad es el aprendizaje de la experiencia, lo cual implica ver más allá de la situación, y contemplarla siempre como una oportunidad de aprendizaje. Para ver más allá se necesita una mente clara, y esa claridad se alcanza con la autorregulación emocional. Lo que ocurre es que nos hemos acostumbrados a lo fácil, a que otros sean los responsables de lo que nos pasa o de lograr lo que queremos, a vivir en la hiperactividad inconsciente sin reflexión y aprendizaje, a no sufrir evitando el esfuerzo, las emociones desagradables, los conflictos. Y poco a poco, sin darnos cuenta, nos hemos vuelto cada vez más frágiles, y de repente llega un virus, que de por sí ya tiene suficiente fuerza destructiva, pero que nos coge desgastados, desentrenados. Y en lugar de afrontar la situación con ecuanimidad sobre-reaccionamos, con una hiperactividad sin medida y sin sentido o nos quedamos paralizados sin saber que hacer.
La capacidad de mantener la calma, para decidir si intervenir o no, cuándo y cómo, ha brillado por su ausencia en muchos casos. Todo ello nos ha llevado a hacer y hacer, a una gestión por ocurrencias como describía Xavier Marcet hace días en La Vanguardia ,lo cual está siendo una fuente doble de desgaste: por una parte, porque el hacer sin pausa supone importantes consumos de energía y motivación, y por otra, porque el hacer sin sentido, significado y propósito es una de las mayores fuentes de pérdida de energía y motivación que existen. A todo ello se suma una infoxicación sin límites, que está poniendo a prueba de forma constante nuestra capacidad de distinguir entre la información, los datos, las señales, los movimientos relevantes y los que únicamente son más ruido contaminante. Esta incapacidad personal o intelectual de distinguir entre ruido y señal es lo que está detrás de la intervención excesiva, de la acciones sin sentido y norte, de las acciones descontextualizadas o de la parálisis total. La fragilidad sigue acrecentándose con todo ello.
Es tiempo de crear una alianza colectiva para lograr la antigragilidad organizacional, que paradójicamente se logra a través de una gestión ecológica de las fragilidades individuales, como explica Nassim Nicholas Thaleben su libro: «la evolución necesita que los organismos mueran para ser sustituidos por otros más aptos o que los menos aptos no se reproduzcan. En consecuencia, la antifragilidad de un nivel puede exigir la fragilidad y el sacrificio de un nivel inferior.» Visto en términos personales, esto implica que para evolucionar y volvernos antifrágiles necesitamos dejar atrás, dejar morir una parte de nosotros. En el contexto actual bien podría ser nuestra necesidad de certezas o de control. El crecimiento necesita dejar atrás visiones del mundo, creencias, formas de hacer, significados, interpretaciones, y esto genera dolor, sufrimiento miedo, que es mucho más fácil de gestionar en comunidad, en compañía. Se trata de cuidarnos unos a otros, de que los más fuertes, en un momento dado o en un aspecto, presten apoyo a los más débiles. Se trata de garantizar que la caída de uno no pueda arrastrar a otros. Los sistemas, las organizaciones se fortalecen cuando identifican las brechas de fragilidad en las personas que las conforman e intervienen para reducirlas, compensarlas o superarlas.
Una empresa responsable se preocupa por sus stakeholders, por sus necesidades, sus intereses y los incorpora a la gestión estratégica de la empresa. Para conocer que necesitan, que les preocupan a nuestros grupos de interés necesitamos entablar un diálogo con ellos. El objetivo de todo ello son unas mejores relaciones entre todos y un desarrollo organizacional alineado con el entorno y sus actores. Lo que también podría verse como crear un ecosistema de colaboración y una sociedad antifrágiles.
La Responsabilidad Social Corporativa tiene dos dimensiones, una externa y otra interna, y ésta última tiene mucho que ver con las necesidades, motivaciones y emociones de las personas que trabajan dentro de la organización. Las organizaciones no solo deben mirar hacia fuera para ser socialmente responsables, debe mirar también hacia dentro, hacia las personas que conviven en la comunidad organizacional. Y en ese terreno las emociones son un pilar fundamental, por eso las empresas son responsables de la emocionalidad colectiva que se desarrolla en su seno. La emocionalidad de una organización es una combinación agregada de las emociones que experimentan sus miembros, teniendo en todo ello gran influencia la resonancia emocional de sus líderes, formales o informales, de las personas que mayor influencia tienen en la organización.
Mi sensación, derivada del trabajo con organizaciones en diversos programas, es que las emociones constituyen un punto ciego en la gestión empresarial. Un factor al que no se le presta atención, en muchos casos por la creencia de que no son importantes o influyentes en los resultados, en otros por incapacidad para gestionarlas. Pero las emociones están ahí, día a día se cuelan en nuestras decisiones, muchas veces sin darnos cuenta de ello. No podemos pretender contar en las organizaciones con personas comprometidas, emprendedoras, innovadoras, resilientes, sin trabajar la emocionalidad que requieren todos estos comportamientos. El estado emocional de una organización influye en el despliegue o bloqueo del talento porque todos somos impregnados por los estados emocionales de los grupos en los que estamos.
Un estudio del Instituto Tecnológico de Massachussets (MIT) y del El Instituto Salk de Estudios Biológicos de California señala que, a efectos cerebrales, es tan importante relacionarnos con los demás como satisfacer nuestro apetito. La falta de contacto social produce una especie de hambre emocional insatisfecha, con los efectos que esto tiene para el cerebro. Incluso podríamos pensar que esa falta de alimento emocional, se produce cuando a pesar de existir interacciones entre personas, éstas carecen de nutriente emocional. No es lo mismo una interacción, un contacto con una persona, un intercambio comunicativo, que un encuentro verdaderamente humano.
Ahora más que nunca es necesario fomentar la responsabilidad emocional de las empresas, hacer que los líderes y directivos vuelvan la mirada al corazón de la organización, que lo representan las emociones de su gente. Necesitamos un corazón organizacional fuerte y antifragil, con la fortaleza suficiente para recuperarse de la crisis y avanzar a través de ella. Ello implica no poner solo el foco en la estrategia sino también en la intrategia organizacional.
Una organización emocionalmente responsable e inteligente es una organización inspirada, comprometida en torno a una visión y propósitos compartidos, en la que cada persona aporta su valor único y se siente parte del logro común. Una organización comprometida asume la responsabilidad de impulsar la gestión emocional de las personas que le dan vida: crea espacios para facilitar el desahogo emocional, para el compartir social de las emociones, aporta recursos para que las personas aprendan a autorregularse emocionalmente, contempla e integra el impacto emocional de las decisiones e intervenciones para que sean emocionalmente ecológicas, construye una cultura de antifragilidad.
El primer paso para llegar a la antifragilidad consiste en reducir lo desfavorable antes de aumentar lo favorable, es decir, reducir las emociones negativas, el impacto de las situaciones estresantes y transitar hacia las positivas, el aprendizaje, las metas, la visión, el propósito. La antifragilidad está antes que los objetivos, los resultados o los beneficios porque la supervivencia emocional y existencial de las personas es una condición necesaria para un éxito sostenible en el largo plazo. «Si algo es frágil, la amenaza de que se rompa implica que todo lo que hagamos para mejorarlo o hacerlo eficiente será inútil si antes no reducimos el riesgo de rotura. Nassim Nicholas Thaleb
La antifragilidad de los directivos, accionistas, clientes de una empresa no se puede ganar a costa de la fragilidad de sus empleados, porque eso convertirá a la empresa en frágil y al final acabarán perdiendo todos.
Cuando todo vuelva a la normalidad, cuando fijen sus objetivos de venta, producción, sus metas empresariales, no olviden a continuación hacerse está pregunta ¿Cómo de emocionalmente está preparada mi gente para lograr esos objetivos? ¿Como es el nivel de fragilidad o antifragilidad de mi organización? Y empieza a intervenir por ahí, eso es responsabilidad emocional corporativa.
Si necesitas ayuda en el camino para ser una organización antifragil y emocionalmente responsable, en la Escuela de Mentoring estaremos encantados de conversar y acompañarte.
Autora: Mª Luisa de Miguel
Directora Ejecutiva de la Escuela de Mentoring